POR SI EL DESTINO NO BASTA
La gente confía demasiado en el destino. En que su karma se cumplirá si dejan correr el tiempo. Pero a los que no se mueven, el tiempo sólo les trae arrugas y preguntas incómodas sobre lo que podría haber sido y no fue. Ella se ponía sus mejores conjuntos cada día. Incluso noté que se cambió las gafas, tras un mes de intercambiar miradas fugaces con él. Y él, si cabe más tímido que ella, ya no leía en el metro. Parecía acechar una oportunidad que nunca llegaba. No los conocía, pero les había cogido cariño. Me enternecían su juventud, su impericia en las artes de la seducción, sus inseguridades. Nada que no les ocurra al común de los mortales pero, llamadme romántica, me sentía en la obligación de ayudarles.
El metro es un laboratorio de ensayos fascinante. Un sociólogo podría hacer una tesis sobre casi cualquier cosa. La evolución de las ratios de empleo; las características sociales de cada barrio; los picos de natalidad… También existe un amplio margen de estudio para mi campo: las relaciones humanas. Más concretamente, el amor. Y ahí entran parejas como ellos. Elena (nombre supuesto), la chica de belleza discreta, sólo al alcance de paladares atentos y sensibles. Y Javier (es un decir), el típico guapo que no sabe que lo es, ganando así enteros entre las mujeres, que toman por humildad lo que es ignorancia del propio potencial.
Sólo tendría una oportunidad. Debía escoger a uno de los dos e imaginar qué nota le escribiría al otro en caso de atreverse a hacerlo. Decidí que Javier (yo haciéndome pasar por Javier) daría el primer paso. Era la víspera de Sant Jordi, lo que facilitó encontrar el mensaje: “Hay una única mujer a la que deseo regalar una rosa: la que me mira en el metro con sus grandes ojos azules tras unas gafas de montura lila. Si me he equivocado, perdóname. Si quieres darme una oportunidad, acepta mi regalo mañana”.
Quedaba lo más difícil, la puesta en escena. Javier bajaba una parada antes. Me aseguré de estar cerca de él en ese momento, y simulé recoger algo del suelo cuando se cerraron las puertas. “Disculpa”, le dije a Elena, “me ha parecido ver que un chico que acaba de bajar ha intentado meter este papel en tu bolso”. Ella me miró con cara alucinada, pero cogió la nota. Susurró un poco convincente “gracias” y me ignoró mientras la leía. Bajé en la siguiente estación para no darle tiempo a indagar. El plan estaba en marcha.
Al día siguiente, busqué a Javier. Elena subía más tarde al vagón. “¿Me harías un favor?”, le pregunté. “Claro”, respondió haciendo el ademán de levantarse. Le aclaré que no se trataba de eso: “Me ha regalado esta rosa una persona de quien no quiero saber nada. Te la cedo, seguro que encontrarás a alguien que la quiera”. Y me alejé a una prudente distancia, dejándolo con la palabra en la boca. Al poco entró Elena y, al verle con la flor, se acercó y le sonrió. No sé si fue un acto reflejo, pero él le dio la rosa. Se puso en pie y empezaron a hablar. Desde donde me encontraba, convenientemente escondida, no les oía. Pero sonreían, y pude captar el tono bobalicón que se nos pone cuando alguien nos gusta. Ella bajó con él, aunque aún no había llegado a destino. Les vi subir juntos las escaleras, y hacer amago de cogerse la mano. El amor, cuando se intuye compartido, vuelve osado incluso al más flojo de espíritu.
No los volví a encontrar. Me aseguré de cambiar de recorrido en mi deambular por el suburbano. Pese a todo, sé que les fue bien. Llamadme bruja. O, tal vez mejor, hada. Hada madrina.
Carmen Becerra Fuentes (http://literaturaymas.wordpress.com)