Pasen y vean.

La monja se santigua mirando de soslayo a los jóvenes que, quizás sin reparar en el hábito de la hermana, hunden sus lenguas cada uno en la garganta del otro, como si ahí, y no en el cielo, estuviese la puerta al paraíso. Unos turistas de mochila y alpargatas se sientan en el suelo del vagón. Junto a ellos, de pie, una pareja de viajeros nórdicos, bolsas de ropa de marca en ristre, interroga a unos barceloneses sobre por qué tanta gente viaja hoy con rosas y libros en la mano. La respuesta debe convencerles de las bondades de la tradición porque bajan en Catalunya y siguen a la multitud que enfila hacia La Rambla. 
Mal día para viajar en metro, ¿verdad?, me dice una chica preciosa en la que no me había fijado, inmerso como estoy en la tarea de tomar notas en mi libreta sin caerme cuando suelto la barra. Me tienta darle la razón porque es demasiado guapa para atreverse a llevarle la contraria. Pero como tantas veces, mi verbo corre más que mis pensamientos, y le suelto una perorata sobre que el transporte público es de los pocos lugares donde puedes contemplar un empate técnico entre lectores y usuarios de móvil; donde se mezclan en igualdad de condiciones (quien llega antes, se sienta) gentes de distintos niveles sociales, orígenes y costumbres; donde te puedes dejar sorprender por la vida y por la gente... ¿Te has fijado en ese bebé que le ha ofrecido su chupete a otro más pequeño?, le pregunto. Sus madres no habrían coincidido en otro lugar, y en cambio ahora llevan quince minutos compartiendo risas y confidencias. ¿Y has visto a ese tipo tatuado de arriba a abajo y con una mochila de un gimnasio de boxeo? Seguro que más de uno se ha extrañado al verle sacar un libro de filosofía. Y aquel chico de los cascos no lleva la música puesta. Si te fijas bien, verás que hace caras coincidiendo con los puntos álgidos de la conversación entre esas dos señoras mayores. Están hablando de sus últimas conquistas sexuales, y el chaval acaba de descubrir que no hay nada nuevo bajo el sol. 

¿Esas cosas son las que apuntas en tu libreta?, me interroga, no sé si sarcástica o con curiosidad genuina. A veces las hormonas bloquean mi percepción. Sí, confieso mientras me pongo tan rojo como la línea de metro por la que avanzamos. Es que soy escritor... De pronto noto que algo cambia en su mirada. Me mide, me estudia y creo que decide admirarme. Para no abusar del poder erótico que atesoramos los genios de la literatura, le aclaro que de momento sólo he publicado un libro, y que precisamente me dirijo a firmar ejemplares en el casal de mi barrio. Me pide que le preste la libreta y la veo anotar algo. Mi corazón se acelera al creer que lo que ha apuntado es un número de teléfono. Mientras me devuelve papel y boli y sigue a los pasajeros que abandonan el vagón, alcanzo a oír su despedida: Llámame si te haces famoso, o si quieres que escribamos algo a cuatro manos... La veo marchar y, por un momento, siento ganas de besar mi T-10.


Carmen Becerra Fuentes (http://literaturaymas.wordpress.com)